La lingüística moderna tiene
su comienzo en el siglo XIX con las actividades de los conocidos como neogramáticos,
que, gracias al descubrimiento del sánscrito, pudieron comparar las lenguas y
reconstruir una supuesta lengua original, el protoindoeuropeo (que no es una
lengua real, sino una construcción teórica). Si bien la lingüística histórica del enfoque de los neogramáticos era una sistematización de hechos
lingüísticos y acudía a principios teóricos justificados científicamente, la
ortodoxia neogramática incurrió en exageraciones sobre el la regularidad de las
correspondencias
fonéticas y cayó en un infundado optimismo sobre la posibilidad de reconstruir
las protolenguas originarias
de la humanidad.
La dialectología surgida
también durante el siglo XIX, se propuso investigar la variedad existente de
las lenguas habladas, investigando la distribución geográfica de los rasgos
lingüísticos. Diversos resultados de la dialectología cuestionaron seriamente
algunos de los principios de los neogramáticos y matizaron en gran medida el
concepto de ley fonética estricta,
que habían propuesto los neogramáticos.
Sin embargo, ni la
dialectología ni la gramática comparada dieron el paso fundamental de teorizar
sobre los principios del lenguaje. Si bien establecieron métodos de
investigación sobre la variación tanto histórica como geográfica de las lenguas
y sacaron a la luz principios científicos, no trascendieron el ámbito de las
lenguas o familias de lenguas concretas.
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